Una semana con aire nuevo
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El susurro del invierno

Una semana con aire nuevo
El invierno empezó a insinuarse en la colonia con un gesto mínimo: un soplo que se metió por debajo de la bufanda y me obligó a meter las manos en los bolsillos. No era un frío malo, de esos que cortan; era un frío amable que te pide bajar la voz, caminar un poco más despacio y mirar cómo el vapor sale de tu taza. Desde la ventana del departamento la calle parecía otra. Los árboles del camellón tienen una paciencia que yo envidio: sueltan lo que no necesitan sin ruido, como si confiaran en que todo vuelve a crecer cuando corresponde.
Me gusta mirar las fachadas y adivinar qué historias guardan. Una casa de ladrillo en la esquina tiene cicatrices visibles y un balcón estrecho con macetas; por las noches, una lámpara cálida ilumina un sillón donde alguien lee. La Ciudad de México tiene ese talento: te permite compartir la intimidad de los desconocidos durante unos segundos y luego te deja seguir tu camino con la certeza de que cada quien está buscando, a su manera, una forma de estar bien.
Bidameun nació de esa misma búsqueda. No pretendo cambiarle la piel a nadie; quiero acompañar rutinas pequeñas que nos den tregua. A veces esa tregua es un vaso con agua tibia, otras una caminata hasta la panadería, otras una conversación sin prisa. Esta semana puse atención a esos rituales mínimos, especialmente a los que suceden cuando cae la tarde y la casa huele a madera húmeda.
Antes de encender la lámpara del buró, ordeno la mesita del espejo. Alineo mi limpiador, el tónico que huele a arroz cocido, la esencia que se siente como una nube en spray, la ampolla que uso por las noches y mi crema de centella. No lo pienso como “pasos”, sino como estaciones de un camino breve: llegar, respirar, escuchar, abrigar. Cuando logré explicárselo así a mi mamá por videollamada, ella sonrió y me dijo que eso hacía su abuela con el té: primero calentaba la tetera, luego enjuagaba las tazas, después agregaba las hojas, y al final esperaba mirando por la ventana.
La espera, concluyó, también es un gesto de cuidado. Me quedé con esa idea todo el día. La llevé en la mochila mientras cruzaba Álvaro Obregón para comprar flores de temporada y mandar un paquete en la paquetería que ya saben pronunciar mi nombre. De regreso, la ciudad se sentía más bondadosa: un señor acomodaba libros usados sobre una mesa plegable, un niño alimentaba a una paloma con migas de concha, un repartidor tarareaba una canción ochentera. En la esquina, una mujer me preguntó por la tienda. “Es pequeña”, le dije, “pero cabe todo lo que necesitamos para un rato de paz”.

Ritual nocturno (mi colágeno)
Cuando cierro, el silencio tiene textura. Lo noto al abrir la llave del lavabo y ver cómo el agua tibia empaña el espejo. Empiezo con mi limpiador suave —el que nunca deja la cara tirante— y dejo que se lleve todo lo que el día pegó a la piel: polvo de la calle, un poco de fatiga, un rastro de ansiedad. Enjuago lento, como quien no quiere que termine un abrazo.
Luego viene el tónico. Lo vierto en las manos, no en algodón; aprendí de mi abuela que la piel agradece el contacto directo. Las palmas húmedas despiertan el rostro, y por un segundo siento que el invierno no existe. La esencia llega como una bruma; siempre me hace pensar en el vapor que sale de las ollas en los puestos de la esquina. Ese mismo calor invisible que sube y te encuentra.
Dos o tres gotas de mi ampolla de colágeno bastan. Pongo una en la frente, otra entre las cejas, otra en la mejilla izquierda, y después voy distribuyendo con toques lentos, sin frotar. Presiono con ambas manos hasta escuchar, muy bajito, el sonido de la respiración que se alarga. La textura es fina, se acomoda sola, y en un minuto la piel deja de pedir y empieza a agradecer. Es como cerrar la puerta y sentir el cuarto templado.
La crema de centella es mi abrigo. La tomo con el dedo anular y marco caminos: pómulos, contorno de labios, puente de la nariz, cuello. Me acuerdo de mi maestra de caligrafía en Seúl, que repetía que las letras no se empujan, se acompañan. Las líneas de mi rostro piden lo mismo. Y cuando todas las capas se llevan bien, coloco un bálsamo en los labios y apago la luz grande. La pequeña queda encendida, como una luciérnaga doméstica.
Algunas noches, cuando siento la piel áspera por el viento, agrego una exfoliación suave (granos finos de arroz, casi imperceptibles). Es un minuto apenas, pero todo se ilumina: el tono vuelve, la superficie se alisa, el ánimo se organiza. Entendí que el cuidado no es espectacular; es una conversación cotidiana y amable con lo que somos hoy.
El último gesto lo regalo al cuello y a los hombros. Con lo que queda en las manos hago un masaje corto, deslizando desde la base de las orejas hacia el centro del pecho. La tensión se disuelve y, con ella, ese ruido de fondo que a veces trae el día. Entonces miro el estante, ordeno otra vez los frascos, tomo un sorbo de agua y doy gracias por lo simple: la luz cálida, el piso limpio, el aroma tenue que ya asocio con casa.

Lo que me dejó la semana
Aprendí a escuchar a la ciudad a través de sus superficies. Los azulejos húmedos del mercado me dijeron “no corras”. Los escalones gastados de una vecindad me susurraron “aquí han esperado muchas personas; puedes esperar tú también”. La banqueta recién barrida frente a una papelería me recordó que lo bello no siempre brilla: a veces solo está en orden.
En la tienda, cada cliente trae su propio clima. Hay quien llega con prisa y sale con un suspiro; hay quien camina despacio, toca las tapas como si fueran teclas, mira, pregunta y comparte algo íntimo. Esta semana vino una chica que acababa de mudarse. Traía las manos frías escondidas en las mangas. Me contó que le cuesta dormir cuando escucha ruidos nuevos. Le hablé de mi rutina de luz baja: limpiar, tónico, esencia, colágeno, crema; apagar el foco principal y encender una vela de olor suave; poner música bajita y escribir tres líneas en la libreta. “No para publicar, solo para guardar el día”, le dije. Sus ojos se humedecieron de una forma muy honesta. Creo que necesitaba permiso para lo simple.
Otra señora buscaba algo “para verse menos cansada”. Le dije que no vendemos milagros, que lo mejor que podemos hacer es ayudar a la piel a recordar lo que ya sabe: retener agua, repararse en la noche, defenderse con el sol. Hablamos de protector solar como si habláramos de sombrillas y de siestas. Mientras envolvía su compra, me confesó que extraña a su hermana que vive lejos. “La distancia también necesita humectante”, bromeé, y las dos reímos en voz bajita.
Por las tardes, cuando baja la gente a caminar perros, me gusta cerrar unos minutos y salir sin destino. Camino junto a una pareja que discute en susurros, detrás de un abuelo que empuja una carriola vacía, al lado de una mujer que lleva una planta nueva en brazos como si fuera un bebé. La colonia me enseña que todos cuidamos algo: un cuerpo, una casa, un proyecto, un recuerdo. Bidameun es la forma que encontré de cuidar a otros sin dejar de cuidarme.
Escribo esto con una taza de té de canela. El humo dibuja signos que no entiendo y quiero creer que mi abuela sí. La llamo en silencio para que me mire desde donde esté: “ya sé esperar, halmeoni; aprendí a dejar que las cosas hagan su tiempo”. Cierro la libreta con esa idea. Mañana será otro día de puertas que se abren, de saludos con la cabeza, de frascos alineados, de pieles que respiran y de ventanas que se empañan mientras la ciudad mastica su pan recién horneado.
Si miro atrás, este capítulo de invierno no se trata del frío; se trata del permiso de bajar el volumen. Me doy permiso de no poder con todo, de tardar un poco más en entender, de necesitar una manta a mediodía. Me doy permiso de no correr detrás de la luz perfecta para una foto, de no estar “al día” con todo. La calma, como la hidratación, llega por capas. Una capa de agua, una de esa esencia que parece nube, una de colágeno que abraza, otra de crema que sella. Y, por encima de todas, una respiración larga que dice: hoy también hice lo que pude.

Ritual de Ha-yeon · Cap. 5
Mi colágeno como un vaso de agua tibia en noche fría 🍂- 🫧 Limpieza suave (sin tirantez).
- 💦 Mi colágeno, a toques lentos.
- 🕯️ Luz baja, un minuto de silencio antes de dormir.